Libros que nos transportan por unos instantes al otro Oriente.

El nombre original de esta pequeña novela gráfica es un pequeño poema en sí mismo, también, en menor medida, la anécdota que da origen al pequeño cuento autobiográfico de la autora libanesa Zeina Abirached. «Morir, Marcharse y Regresar – El Juego de las Golondrinas» nace de una imagen congelada en la televisión, capaz de devolver a una difícil infancia vivida en el seno de la Guerra Civil Libanesa. Abirached rememora la imagen de esa mujer, hablándole al reportero, refiriéndose a la delicada situación de vivir junto a la calle que dividía y representaba el conflicto interno de Beirut. Con una calma cotidiana la mujer dice «Por lo menos aquí estamos probablemente más o menos a salvo». Esa mujer era su abuela.

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Las comparaciones con Marjane Satrapi y su más célebre obra, «Persepolis», parecen ser más que evidentes. Mujeres rescatando sus memorias y construyendo con ellas un hilo conductor que guíe a los lectores a través de las complejas historias recientes de países de Medio Oriente. Si a eso le sumamos la estética sencilla y casi infantil de sus trazos y el hecho de que «El juego de las golondrinas» se publicara por primera vez el mismo año que se estrenó la versión animada de la mencionada novela, podría parecer que nos encontramos sencillamente ante la versión libanesa de la misma estrategia, salvando las distancias individuales.

golondrinas3Si bien todos los puntos en común referidos son ciertos, y la influencia de Satrapi en el mundo editorial francés del momento debió ser decisivo para el surgimiento de nuevos autores desde oriente, la propuesta narrativa y visual que nos encontramos en «El juego de las golondrinas» concreta un mundo propio y una dirección diferente, que nos permite acercarnos a un conflicto (que guarda sus similitudes y sus diferencias con la contraparte iraní) desde una perspectiva distinta. Configurándose como una historia propia, creando su propio juego.

Beirut, 1984. Dos niños se han quedado solos en su casa mientras sus padres visitan a sus abuelos, apenas unas calles apartados pero divididos por la calle más peligrosa de la ciudad. Los padres no llegan, comienzan los bombardeos, a lo largo de la noche los diversos vecinos del edificio irán confluyendo en la sala de su casa para pasar las horas peligrosas, como cada una de esas noches.

«El juego de las golondrinas» tiene algo de juego y algo de mapa, como la rayuela en la que Cortázar convertía París y la vida de todos sus personajes. A modo de cuento infantil el mundo se divide en un afuera y un adentro. Los personajes desfilan por el salón, cada uno tiene su historia, pero la guerra parece solo una serie de anécdotas que se cuentan hacia atrás, o una obra teatral que se monta para tranquilizar a los niños. Zeina es uno de esos niños, y esa noche probablemente fue una de tantas  noches y las historias de esos vecinos fueron un puñado de tantas historias de guerra. Contadas brevemente, inexactamente, ya sin dolor. No es necesario entender la Guerra en un nivel más amplio, el juego de las golondrinas es ese ir y venir del hogar, esa engañosa cercanía y lejanía que todos mantenían con un Beirut que no era ya él mismo.

golondrinas4Sus elementos y sus particularidades pueden hacer que en un primer momento uno se sienta un poco confundido por la historia, por ese tono quizá demasiado infantil con el que es presentada. Queriendo señalarlos puntos precisos cual si fuera un mapa, simplifica tanto el trazo que los detalles se pierden en conceptos muy amplios de cercanía y lejanía. Los diálogos de los personajes son en exceso breves, concisos, a veces sin dejarnos comprender del todo las intenciones escondidas detrás de ellos. Las notas al margen, vistas ya desde la distancia, tratan de armar un retrato que parece quedarse ya demasiado lejos.

Lo que queda entonces es la memoria de una mujer que creció la mayor parte de su vida alejada del conflicto de su país, pero que todavía es capaz de recordar las noches que pasó resguardada en su salón mientras escuchaba como el resto de la ciudad se caía a pedazos. Y eso era su cotidianidad, su álbum familiar, sus alegres reuniones de vecinos. Y el inicio de ese juego/refrán que sin duda representó la vida de muchos libaneses en aquellos años: morir, marcharse y regresar.

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Sus 200 y pocas páginas se atraviesan rápidamente sumergidos en sus sencillas imágenes y sus breves diálogos, consiguiendo un efecto final extraño. Asemejándose tanto a un cuento infantil, las implicaciones más poderosas de la narración se dejan abiertas para ser asimiladas por el lector. Uno puede sentir que ha sido poco lo dicho, que ha sido quizá demasiado inocente o superficial, que las imágenes tenían un trazo tan simple que no siempre conseguían la fuerza que uno conferiría al recuerdo de momentos de guerra. Pero de algún modo esta inocencia invita a regresar a ella, a reinventarla, a poblar el mundo a su alrededor con toda la medida de su dureza y su crueldad pero sin perder ese eje tierno que lo conforma. Ese eje que no sólo es la mirada de niño sino ese sentimiento de hogar, ese sitio del que se marchan y al que vuelven las golondrinas, a veces a morir.

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