¿Qué onda, banda? Viendo que estamos en vísperas de fin de año, se me ocurrió escribir algo relacionado… Ya saben, para entrar en espíritu.

Cuando era un mozalbete rechoncho, para mí la Navidad tenía un significado muy importante: ¡¡REGALOS!! Porque llovían de todos lados… Los abuelos, los tíos y los padres estaban dispuestos complacer al pequeño escuincle, sin mencionar, claro está, al Santa Claus y a los Tres Reyes Magos, que si acaso estaban algo jodidos de dinero, le entraban al quite con ropa. Obviamente los videojuegos figuraban como protagonistas.

Pero con los años, uno se va dando cuenta de que la Navidad – o la fiesta que celebres este mes – tiene un significado mucho más profundo. Y a riesgo de sonar como el Dr. Seuss, la Navidad es una oportunidad para convivir y compartir con la familia. Es algo mayor que las religiones y creencias – es una época para estar juntos… Claro, eso si no te vuelven loco los compradores de última hora y el hecho de que la ciudad se vuelve un completo caos. Pero estoy divagando…

No puedo decir que los videojuegos sean un pasatiempo disfrutado por toda mi familia. En realidad, sólo a mi hermano medio le gustan; a mi madre ni le van ni le vienen y mi padre va por las mismas, si no es que hasta les tiene algo de repulsión. Sin embargo, hay un par de juegos a los cuales les tengo cariño especial, pues no sólo mi carnal fue el único que estuvo compartiéndolos conmigo.

El primer título es Lolo, para el NES. A estas alturas del partido, mi hermano apenas estaba en pañales, así que sólo mis papás estuvieron jugándolo conmigo. Lolo era un juego de Puzzle bastante adictivo… Uno de esos títulos donde dices: “un nivel más y ya.” Ustedes me entienden…

Lolo… Dios bendiga a esa bola azul.

El caso es que si yo era ya desde pequeño muy aficionado a los videojuegos, mis papás me llevaron de calle con Lolo, pues ellos se pasaban las noches jugándolo, tratando de terminarlo. Si acaso eran buenos para resolver los rompecabezas, no tenían la habilidad necesaria con el control para pasar los niveles que más destreza requerían. Así que llegó un sábado en el cual, como por ahí de las siete de la mañana, me sacudieron para despertarme. Los vi con ojos medio soñolientos, preguntando qué pasaba. ¿La respuesta? “Necesitamos que nos ayudes, porque no podemos pasar del nivel 9.” A esta edad, hubiera mentado madres, pero en ese entonces, me emocioné bastante y me puse a jugar con ellos.

Y el otro es nada menos que: The Legend of Zelda: Ocarina of Time. Este título fue el último regalo de cortesía de Santa Claus, pues desde los diez años dejé de ser cliente suyo y de Melchor, Gaspar y Baltasar y nada más me tocaban obsequios de parte suya como gestos solidarios hacia mi hermano, quien todavía figuraba en su nómina.

Ocarina of Time… Qué juegazo.

A mi padre le pinté la imagen de que éste era el mejor juego de la historia – tanto que la curiosidad le impulsó a sentarse un rato conmigo para ver cómo pasaba el primer calabozo. Luego de que lo terminé, decidió quedarse otros minutos para ver qué más sucedía. Y luego otro rato más… Y para no hacérselas larga, llegó al punto en el cual me prohibió explícitamente entrar a un nuevo calabozo si él no estaba presente… Cosa que me benefició bastante, pues dos cabezas piensan mejor que una, sobretodo porque Ocarina of Time si tenía algunos acertijos algo complicados.

En fin, todo lo anterior lleva a esto: compartir con la familia, ya sea mediante los videojuegos o alguna otra cosa, es una experiencia muy gratificante y enriquecedora. Siempre es chido poder encerrarte solo en tu cuarto y jugar un rato, pues tener tiempo para ti mismo es bastante rico, pero también es muy padre que te acompañen tus jefes, carnales, demás familiares y los cuates. Y si no es por juegos, siempre puedes dejar el control un rato y pasártela bomba con los tuyos.

¡Gordeen como nunca! ¡Felices fiestas y mucho éxito para todos este 2011!